Calibre nueve

Soy de los que vieron a Van Basten en Chamartín en la época del 5-0. Incluso viajé solo a San Siro, cuando aún creía que, para subir a un avión, había que ponerse ropa buena. Allí, en esa grada a medio remozar para el Mundial'90, vi llorar al padre de Butragueño mientras los milanistas se mofaban del equipo de su hijo, recién destrozado en uno de los bosques de Teutoburgo de su historia.

El caso es que tengo predilección por los delanteros centro. Y no sólo a causa del impacto provocado en mi generación por Van Basten, cuya sola presencia era como un letrero colgado sobre la puerta cegada de la final: «Abandonad toda esperanza». También porque, de chaval, tuve un físico colindante entre el rugby y la demarcación de defensa central, y me quedé en ésta. Abocado, al calentar antes de cada partido, a averiguar con la mirada quién del otro equipo llevaba el nueve en la espalda, porque con él reñiría con el propósito de convertirme un poco en su William Munny: en el que le quitaría, no la vida, pero sí todos los goles que podría haber marcado. Obsesionarme con el nueve, salir al fuera de juego y arropar al portero en sus paradas. Nada más se me pedía. De hecho, la vida se volvió complicada cuando hubo que hacer más cosas. Pero el sueño era haber valido para delantero centro. Que hubiera sido otro el que tuviera que buscarme el nueve en la espalda, tratando de adivinar si se las iba a ver con un rápido o con un fuerte, con un dócil o con un pendenciero.

Nunca imaginé que, en su evolución, el fútbol terminaría considerando prescindible un puesto tan determinante y propenso a idolatrías como el del delantero centro clásico, el que remata un cochinillo si se lo arrojas, como dijo Menotti. La fórmula del falso nueve, incluso cuando sale bien gracias a los llegadores, desagrada a mi gusto clásico casi como si se tratara de una amputación. En youtube hay un montaje de miembros de la Delta Force volando puertas para asaltar casas. A mí el fútbol me gusta un poco así. Si tarda en llegar el ¡Poum!, o el ¡Bang!, me disperso y termino pensando en cuántas razas de perros me sé. Como cuando la selección -a la que amo y cuyas victorias me hacen feliz- se demora en una infinita sucesión de pases en corto, que encima últimamente han adquirido valor vindicativo, ya que han sentido cuestionado el juego, mira tú. Yo añoro al tío de 85 kilos que huele a ¡Poum! y que, al rematar a un solo toque fulminante, recuerda un camaleón capturando moscas con la lengua.

Sé que soy primario y que los éxitos del Barcelona y de la selección sin Torres condenan al anacronismo mi criterio, dignificado en nuestra Liga por Falcao. Pero, aun así, conservo mi culto al nueve, sin el cual todo estilo está amenazado de convertirse en retórica. Y por ello declaro que mi principal motivo de preocupación para el Real Madrid en Champions es que sus nueves natos están nefastos, y causan una carencia tal que ni siquiera la ambición de Cristiano o los llegadores de segunda línea pueden compensarla. Al menos, no siempre. Y estoy pensando ya en la semifinal, porque dudo que contra el Galatasaray sea necesario que aparezca el mejor de los Madrid posibles. Digamos que ya me está doliendo por anticipado el golito que le faltará al equipo para entrar en la final, como ocurrió en Eindhoven, a pesar de que, aquel día, en el campo había un nueve legendario.

Lo malo de las jornadas de Liga, desprovistas ya de sentido, es que en el Real Madrid surgen las pendencias ajenas a lo deportivo. Como en el debate de los dos porteros, que no es sino el pretexto para que choquen una militancia y su anti. O, dicho de otra forma, implicándome un poco: para calibrar el derecho de un entrenador a tomar decisiones mientras se le pague por ello, y la obligación inherente de apechugar con los errores. Cuando llega la Champions, el madridismo se tensa por fin de fútbol y posterga todas esas inquinas interiores que lo mantienen atrapado en una dialéctica estéril. Hacen falta adversarios y grandes partidos. Hace falta atisbar la final de Wembley como si fuera el chorro de una ballena al alcance del arpón. Y regresar entonces a lo que sólo es fútbol. Ahí donde a uno no le preocupan los personalismos de la guerra civil del Real Madrid, sino que el equipo afronta las grandes noches de la temporada con los delanteros centro desenchufados. Y yo, sin garantía de ¡Poum!, es que ni me monto al Metro que va al estadio.